Estoy en un micro de larga distancia que viaja a Bahía Blanca. Tengo 21 años e intento adivinar en la cara de los choferes cómo fue su día, si descansaron bien, si tienen familia que los espera en casa. Tengo música y auriculares. Tengo un libro por la mitad. Viajo a ver a mi familia, a mi mamá, a mis amigos. Vuelvo para mostrar lo bien que me va. Vuelvo para mostrar que ya no soy lo que era, que el pasado quedó atrás. Que la adolescencia terminó. Que la vida ahora es otra cosa.
Estoy en un micro de larga distancia que viaja a Bahía Blanca. Tengo 45 años e intento adivinar en la cara de los choferes cómo fue su día, si descansaron bien, si tienen familia que los espera en casa. Igual que aquellas veces, pienso que un destino posible es la muerte.
Yo ahora sí tengo familia que me espera en casa. Pienso en ellos, en Sol, 48 horas sin su presencia, sin sus olores. Voy por el Paseo del Bajo, una obra monumental que es como un túnel que hicieron para cruzar por el medio de la ciudad. Es el mismo túnel en el que nos apostamos el 20 de diciembre de 2022 con Benito y Clementina para ver pasar a los campeones del Mundo. Estuvimos viendo fotos de ese día hace poco. Había un sol inmenso. Al final terminamos viendo hacia el cielo, vimos pasar a los jugadores en los helicópteros, como si llegaran de sobrevivir en Los Andes.
Voy a Bahía para firmar unos papeles que representan poco y mucho a la vez. La casa en la que nací ya no será mía. Y aunque ya no es mía hace mucho tiempo, ahí vi cosas que no me puedo olvidar. Ahí vi morir a mamá, ahí estuve a su lado mientras respiraba con dificultad, en septiembre de 2019. Pero también vi cosas de lo cotidiano que no me olvido: a veces me acuerdo de las paredes blancas que te raspaban la piel, las baldosas marrones del patio, las dos rejillas por las que entraba el agua. Cuantas veces me dijeron que tuviera cuidado, que me podía quebrar un tobillo. A veces también pienso que esa casa fue una fortaleza, para bien y para mal. Me costó salir pero lo hice.
Y ahora vuelvo, en el túnel del tiempo. Tengo música y auriculares. Tengo un libro por la mitad. Y tengo también una computadora en la que escribo estas líneas. Vuelvo para mostrar lo bien que me va aunque sigo siendo un chico que está demasiado pendiente de lo que piensan los demás. En el fondo es miedo.
El lunes me operan de la vesícula, voy a estar unos días en reposo. La idea me inquieta y me entusiasma al mismo tiempo. La psicóloga me habla de esas piedras que tengo en la vesícula, me pregunta si les podemos buscar un significado. Me parece una actitud poco académica, más de terapia alternativa que de una analista lacaniana.
Me pregunto lo que dice mi cara cuando ella habla. Espero no decepcionar. Los problemas de la exigencia permanente.
Estuve escribiendo poco y hay muchos nuevos seguidores. Creo que hay una relación directa entre ambas cuestiones, la obligación de ser genial y el desgaste de no tener ideas.
Creo que es momento de volver a las fuentes, al Diario de la Procrastinación más puro. Un ejercicio de escritura contra la procrastinación, un cuaderno de apuntes y observaciones de la vida cotidiana. También, un juego, un compromiso con la verdad que no siempre debe cumplirse. La hoja en blanco, que pavada más grande.
Anotá “Lunes” y a continuación contá lo que te pasó ese día. Lo que viste, lo que sentiste. Después el “Martes” y luego el “Miércoles”. Se produce el efecto milagroso de que todo empieza a estar relacionado, un hilo invisible une los detalles.
Este newsletter empezó en 2018 y de acá salió un libro. Digo esto no solo por el autobombo (el que quiera me puede pedir un ejemplar y vemos cómo se lo hago llegar), sino porque lo de la experiencia me permitió entender que no hay misterio: el hilo que une todas las historias que en apariencia no tienen conexión soy yo mismo, el que mira, el que busca algo en las cosas cotidianas.
Me puse a escuchar una canción infinitas veces. Quería entender por qué me gustaba tanto, si es de un artista que no sigo, si casi no tiene instrumentos, apenas la voz de Bad Bunny contando eso de que debió tirar más fotos. ¿Por qué me gusta tanto esta canción despojada de todo? Es una especie de canto tribal, de grito nostálgico sobre el pasado. Podría ser un tango, podría ser la canción de un exiliado, de alguien que dejó su familia lejos y se cuestiona lo que ya no hizo. ¿Importa la letra, importa el modo de cantar, importan los temas? Me gusta pensar que hay un elemento universal en eso de la nostalgia, que la tiene un multimillonario que está en la cima del mundo y que la tiene uno que va en Plusmar, servicio de las 23.35 con destino a la ciudad de Bahia Blanca, que sale por plataforma 3, que es conducido por dos choferes que no parecen tener sueño.
Me gusta pensar que es un canto de amistad, una oda a los encuentros (los que pasaron, los que vienen), es la reflexión de cuando estamos solos. Pero en realidad todo esto es una reflexión posterior: la canción viene sola con una melodía que se te pega y que no podes dejar de cantar, una melodía de un artista que no me atrevería a defender en público (y que tampoco necesita defensores), una canción hecha con unos pocos ruiditos, con unos tambores, con unas voces que se van sumando al estribillo. Debí tirar más fotos, de cuando te tuve, debí darte más besos, las veces que pude. Es también un bolero, una canción de amor. Nada más y nada menos.
Lo último.
A veces pienso en el camino recorrido, en el tiempo que pasó desde entonces, los primeros viajes, la llegada a Buenos Aires. O incluso antes, el nene que fui, aquella tarde en la plaza, sentado con mi papá en unos juegos triangulares, en la noche en que mi hermana me salvó de los gritos, en las noches solitarias, los autos pasando por la calle, esas luces en la casa de Alvarado, esta que ahora dejo de manera definitiva, la noche en que mamá se cayó y yo entendí que ya estaba, que no había más nada que hacer, y que igual ella lo iba a negar todo.
Ese camino que siguió después con los viajes, los amigos, los que me guiaron, los que yo seguí porque fueron como hermanos, las oportunidades que tomé, las horas infinitas en la redacción de Clarín, el piso naranja de goma, las horas perdidas, las horas muertas, la escuela del tiempo y de las oportunidades. Y como telón de fondo, de todas estas actividades, el terror de la autoexigencia, el mandato de hacer las cosas bien.
¿Hasta cuando se sigue aprendiendo? Escribir es mi manera de pensar. No sé cómo hago cuando no escribo, todo lo que pasa en mi cerebro queda ahí pendiente, procrastinado. Es divertido vivir conmigo, es divertido ser mi amigo, pero también debe ser insoportable. Como si hubiera una fortaleza, un cuarto propio.
Hoy abrí la puerta. Estoy en movimiento, escucho música, vamos a tomar la ruta 3, la noche es inmensa. Y hay que vivir para siempre.
Dejamos acá…
La semana que viene, reposo mediante, espero volver a escribir. Y sino tengo un gran texto de un amigo en proceso. Este año estoy invitando gente que quiero, respeto y admiro a escribir. Si quieren pueden repasar los textos espectaculares que se mandaron Cande Schamun y el Japo Arasaki.
Dejo el cafecito para colaboraciones por si quieren colaborar con este espacio. Respondo mensajes, críticas, sugerencias y lo que sea a este mismo mail.
Nos vemos la semana que viene.
Excelente, tocayo. Cambiando las localidades, he sentido exactamente lo mismo. Creo que soñamos, en aquellas épocas, con que en éstas épocas seríamos maduros, distintos, diferentes... Nah. Vuelvo a viajar, y vuelvo a sentir lo mismo. Siento que cambié por fuera, o quizá avancé en mi carrera o el trabajo, pero que viviré atrapado en un "dia de la marmota" de perfeccionismo, procrastinación y melancolía. Mientras los proyectos a medio hacer se llenan de tierra en el taller.
Suerte Diego. Te esperamos.