Conocí a Carlos Arasaki en un restaurante japonés que quedaba cerca de mi casa. El me preguntó si yo trabajaba en Clarín y le dije que sí. No podría precisar el año, pero es la época AH. La vida se fue armando un poco así, Antes de los Hijos, Después de los Hijos. AH/DH. Para todos.
Ahora, cada vez que saludo a alguien en la calle, Benito me pregunta de dónde lo conocía, y si trabajó conmigo en Clarín. La pregunta me conmueve siempre, porque es un viaje temporal hacia mi propia infancia, mi viejo saludando de a dos personas por cuadra, como si fuera El Gran Pez, charlando siempre con entusiasmo. Los viajes se hacían eternos, pero creo que entonces el tiempo no importaba tanto. Después de esas charlas, yo le preguntaba a mi viejo quién era el que había saludado y no pocas veces él me respondía “no tengo ni la más puta idea”.
Con el Japo coincidimos en la redacción de Clarín, él en Deportes, yo en Sociedad, pero ahí no éramos amigos. Algunos años después (en otro pelotón de fusilamiento), surgió su nombre para entrar a la redacción de A24. Me preguntaron si lo conocía y dije que sí. Ahí la memoria empieza a estar más fresca: recuerdo el día en que le hicieron la entrevista: él estaba sentado en los sillones de la planta baja y yo llegaba de buscar el almuerzo. Pensé en la importancia de las decisiones, yo ese día elegí entre pollo o pasta mientras él se jugaba tener un laburo nuevo.
Y otro día está en mi memoria,, cuando empezó a postear sobre una colecta que hacían sus amigos para un viaje relacionado con su hija. Fueron varios posteos en realidad, yo los leía con un interés, como siempre cuento acá que me gusta leer lo que postea en las redes sociales, pero no entendía bien de qué se trataba.
Hasta que un día decidí escribirle y ahí me contó la historia que van a conocer ustedes hoy.
La vida siguió, trabajamos juntos, nos hicimos amigos, después él se fue a otro trabajo, ya no nos vemos tanto. Pero esa historia me quedó adentro. Cuando empecé a convocar a gente para escribir en el newsletter pensé en él, en las preguntas que se hará, si se las hace todos los días, si ya se resignó a no volver a ver a su hija, si su hijo más chico lo ayudó a superar el dolor.
De todo eso escribe él: yo no les pido mucho, simplemente que escriban con el corazón en el teclado.
Esta es la segunda historia, después de algo hermoso que escribió Cande Schamun sobre su salud, su cuerpo, sus secretos y la fuerza de los vínculos.
El japo me mandó dos versiones de este texto hace unos meses. Esta semana hice algunas pequeñas correcciones y se lo mandé. Su respuesta me dejó atónito: Ayer Sofi cumplió 15.
Nos vemos la semana que viene.
Hay una frase que me dicen las personas que conocen mi historia: “Cuando sea grande ya va a entender”. Sé que lo hacen de manera genuina y con la convicción y el deseo de que eso efectivamente sucederá. Yo la escuché muchas veces y reaccioné siempre diferente. A veces pienso como ellos, a veces soy indiferente, a veces la negación: “¿Y vos cómo carajo sabés que ella va a entender?”. Lo que sí pienso siempre es que ya pasó mucho tiempo y eso no vuelve más.
Ella, la que va a entender cuando sea grande, es Sofía, mi hija mayor. Este mes cumplió 15 años (ya es grande) y hace casi 8 que no la veo. Se fue con su mamá y su hermana mayor a Italia cuando tenía 3, y ya para entonces yo llevaba más de un año y medio sin verla.
En todo este tiempo junté algunas certezas: mi versión no va a coincidir con la de su mamá. Y algunas contradicciones: no la quiero hacer sufrir y que quiero que sepa la verdad (mi verdad).
***
Mi relación con la mamá de Sofi fue nivel Chernobyl. Prácticamente nunca en dos años y pico muy intensos fue un vínculo sano. Yo tenía 25 años y ella 22, y tenía una hija con el hombre del que aún no se había separado cuando empezamos a salir (esto parece una canción de Calamaro).
Ese inicio tan desprolijo fue el primer paso hacia la locura. Así y todo, buscamos ser padres. Quemamos etapas. Me dejé llevar y me sentía convencido. Pero antes y sobre todo a partir del embarazo se fue gestando una toxicidad imparable. Celos, mentiras, gritos, discusiones, psicopateadas, llamadas por teléfono durante la madrugada, reconciliaciones. Y lo mismo en loop, una y otra vez. Cada día un poco más lejos de la cordura.
Para la época en que nació Sofi, estaba todo podrido. Ya no vivíamos juntos y yo sabía que ya había vuelto a convivir con el papá de su hija mayor. Me enteré del nacimiento de Sofi horas después porque la mamá me llamó por teléfono. En el parto la había acompañado el papá de su hija mayor. Sofi no tenía mi apellido porque yo no había firmado la partida de nacimiento. Siempre estuve seguro de que Sofi era mi hija, incluso cuando encontré su DNI. No tenía el apellido de su mamá, sino el de su hermana mayor.
El silencio.
El peor error de mi vida fue no haberle contado a nadie durante dos años todo lo que estaba viviendo. Me avergonzaba la situación, me daba miedo. Creía que yo solo podría solucionarlo. Un día le conté todo a mis viejos. Desde la fundación de Chernobyl hasta la última mentira imperdonable. Ya no me cabía más veneno en el cuerpo.
Y empezó la vía judicial a través de una carta documento. La respuesta llegó con la certeza inequívoca de que se terminaba mi contacto con Sofi hasta que la Justicia así lo dispusiera. Ella no tenía mi apellido, por lo que negarme las visitas no iba a ser demasiado complejo.
El ADN me lo pude hacer recién a mediados de 2013, más de un año después de esa carta documento. En el medio mil audiencias sin que ella apareciera. Y ante cada ausencia, fijar una nueva fecha en el juzgado eran tres meses. Por entonces me parecía una eternidad de tiempo.
Cada vez que iba al Juzgado, el Secretario tenía sobre la mesa ratona de su oficina dos o tres expedientes, entre ellos el de una pareja que salía en los medios. Entendí pronto que mi caso nunca sería prioridad.
El resultado del ADN demoró un mes y dio 99,99999999999% (con todos esos nueves de certeza). Eso me permitiría impugnar la paternidad y tramitar el documento con la nueva y real identidad de Sofi. Pero la mamá de Sofi tuvo otros planes: decidió mudarse a Italia, con su hija mayor. Lo hizo por derecha y sin problemas, con la firma de quienes figuraban como padres y sin que Migraciones aludiera que tenía un juicio de impugnación de paternidad en curso.
Quiero contar mucho más, pero este texto no es un juicio. Y además hay mucho que puedo narrar, pero que jamás podré entender.
¿Qué me acuerdo de Sofi?
Compartí muy poco tiempo a solas con ella. Algunos sábados cuando ella era bebé y me quedaba a cuidarla mientras su madre trabajaba. Recuerdo mi miedo de salir a la calle a pasear con ella. Un miedo tan visceral como irracional. De que nos caiga una maceta desde un balcón, de que nos explote algún artefacto cerca. Ese tipo de miedos.
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Viajé cuatro años seguidos a Italia a visitar a Sofi, desde 2014 a 2017. Estudié italiano tres años para comunicarme mejor con los oficiales de Justicia.
La primera vez la madre de Sofi se ofreció a pagarme el pasaje como muestra de buena voluntad para favorecer mi revinculación con la de mi hija. En ese viaje sufrí como pocas veces. En una audiencia express determinaron que sólo podría ver a Sofi tres veces en toda mi estadía, una hora por encuentro, y siempre en una sala de un centro de minoridad y familia acompañado de una asistente social. No tuve oportunidad de plantear absolutamente nada. El amor a cuentagotas y encorsetado por la burocracia.
Los dos viajes siguientes el régimen se mantuvo inalterable y recién para el último pudimos acordar con la madre un cuarto encuentro en una cafetería.
En 2018 cambió todo, ya no me daba el cuero para viajar una vez por año. Soy periodista, con todo lo que eso implica. Hacerme preguntas, tal vez demasiadas, ganar poco dinero, demasiado poco.
En 2019, mis amigos me organizaron un cumpleaños sorpresa y el regalo fue guita para que pudiera volver a viajar. Eran decenas: desde los más cercanos pasando por otros que no veía tanto y hasta otros que no pudieron ir pero mandaron un sobre por medio de los que sí. Todos ahí para regalarme su amor. Pocas veces me sentí tan afortunado.
Decidí no viajar ese año y en 2020 llegó lo peor y lo mejor: la pandemia y Félix.
Desde entonces, no volví a viajar a Italia. Tengo guardada esa guita que me recuerda todo el tiempo que el próximo viaje será gracias a mis amigos. Y tengo también un pasajero más que me enseñó a ser papá.
Felix lo hizo. Antes de su llegada, Vani me había extirpado el veneno de Chernobyl y me había sanado con el más puro amor. Tomé dimensión real de todo lo que me perdí y me pierdo con Sofi viendo crecer a Felix. La paternidad es un vendaval hermoso. Y el chaboncito éste que tiene el mismo hoyuelo que mi vieja es lo mejor que me pasó en la vida.
Me da culpa no pensar todos los días en Sofi. Me duele y me pesa no verla desde hace tanto tiempo. Es un hámster girando en una rueda que se alimenta muchas veces a base de sentimientos de mierda: tristeza, odio, bronca.
Imagino mucho cómo, cuándo y dónde será nuestro reencuentro. Cómo reaccionaré, si podré evitar abrazarla y darle el espacio que necesitará, o si terminaré en el piso llorando océanos y aferrado a sus pies. Pienso en qué hará ella, si sus primeras respuestas serán la incomodidad, la indiferencia o el enojo.
A Felix le hablo poco de Sofi, su hermana, porque me da vergüenza no tener mucho para contarle. Siento que podría apenas armar un trailer con los momentos que compartimos. El avance de una película vieja que nunca se estrenó.
No miro mucho Facebook, pero todos los años la sección “recuerdos” me trae el mismo video, que termino viendo cuatro o cinco veces. Dura menos de 10 segundos. La grabo a Sofi, que tiene un año y medio, mientras le hago una pregunta. Apenas empiezo a formularla, me dice “¡Basta!” pidiendo que no la joda e impostando cara de enojada. Pero cuando repito la pregunta y ella arma una sonrisa hermosa y responde con suficiencia.
Sofi, ¿Qué es lo más importante de la vida?
Amor.
Hasta acá llegamos por hoy. Quizás la semana que viene escriba yo y después otro invitado. Dejo el cafecito para colaboraciones (en este caso, va todo transferido al autor).
Me gustan las canciones como esta de Cerati, que parece que terminan y después siguen y son más hermosas aún.
Nos vemos la próxima.
Hey, there! ✨
Escribo ensayos caóticos, existenciales y algo obsesivos sobre cultura pop, la identidad, y la tragicomedia de ser casi-adulta.
Desde Los Ángeles, con amor. English, español, o lo que se me cruce ese día.
Come through → https://lilipod.substack.com
~ Lilipod ❤️
Gran momento cuando uno entiende a sus padres saludando gente que no recuerdan.