Conocí a Candelaria Schamun en Clarín, año 2010. Puedo fallar con las fechas pero no tiene mayor importancia. Podría ser 2009 o también 2011. Prefiero ser más preciso en decir que yo ya la conocía de antes, porque ella había tenido un momento de fama en la Internet de entonces gracias a un blog en el que criticaba los viajes en subte en la ciudad de Buenos Aires.
Se llamaba “Viajé como el orto” y en esos primeros tiempos de viralización y construcción de comunidades, Cande se hizo notar. La llamó Jorge Lanata para trabajar en el Diario Crítica, y cuando ese proyecto se terminó, la llamó Julio Blanck para trabajar en Clarín. Cande no era periodista, pero a juzgar por la jerarquía de las personas que la convocaban, algo tenía. Una combinación de talento, inquietudes y un destino de trascendencia.
En Clarín nos empezamos a llevar bien enseguida. Yo tenía la personalidad apropiada para ser su complemento. Ella un torbellino de inseguridades, ansiedad, ideas y empuje, todo al mismo tiempo, cada nota era su vida, cada párrafo una apuesta, cada línea un posible gol. Yo un aplacado, también con mis inseguridades pero a la vez con ese estilo que todavía tengo: al final del día, nada es tan importante. Ella y Gonzalo Sánchez, editor de la sección, me bautizaron El Afable.
El carisma de Cande era un imán pero no siempre resultaba fácil. La jornada de seis horas de trabajo que teníamos en Clarín era perfecta para su intensidad.
Le tocó seguir el caso Candela, una nena de 8 años que apareció muerta. Fue un hecho conmocionante para la opinión pública, todos los días varias páginas de cobertura y siempre en tapa. Todos los de la sección cubrimos ese caso, yo recuerdo cuando el entonces gobernador Scioli fue a ver la bolsa en donde estaba el cuerpo de la nena. Hubo que esperara a que llegara en helicóptero.
Cande escribió un libro sobre el caso, me confió la lectura de algunas páginas antes de su publicación.
Un par de noches fuimos a una fiesta, ahí presencié una nueva dimensión de su personalidad, la forma en que le hablaba a las chicas, la seguridad con la que se movía. Todo me resultaba admirable. Recuerdo una noche en la que fuimos a una fiesta en la sede de la Fede, en la calle Entre Ríos.
Había otros jóvenes periodistas de Crítica que ahora deambulaban por otros medios. Algunos hoy son notables analistas de la realidad en radio y televisión, otros llegaron a puestos importantes en la función pública. Esa noche terminamos solos con Cande caminando por la ciudad, comimos un pancho en un bar, tomamos una cerveza y terminamos pateando una rata que había aparecido. La matamos a patadas. Fue salvaje.
Ella tenía una furia interior que le brotaba todo el tiempo. Yo también tenía esa furia, que me aparece a cuentagotas. Ahí también se cifraba la amistad.
Cande se fue de Clarín, no duró mucho, le perdí un poco el rastro. Dejó el periodismo aunque siguió escribiendo. Se fue a vivir a un pequeño pueblo del interior. Cada tanto hablábamos pero la relación había desaparecido hasta que leí que sacaba un libro. Otro libro.
Pero esta vez hablaba de ella. Lo compré y lo leí de un tirón. Recomendé y regalé su libro a lo loco ese año en que salió. Matías Bauso lo puso 2° en su lista anual de mejores libros de no ficción . “Candelaria Schamun, acaso sin saberlo, sigue el consejo de Gordon Lish: se arranca el corazón del pecho y lo desparrama sobre las páginas de este texto absolutamente impactante, el más conmovedor que leí en 2023”, dice.
En el libro, Cande cuenta que nació y la bautizaron Esteban. En la partida de nacimiento anotaron que sus testículos no habían descendido. Ese primer mes de vida casi se muere. No engordaba, comía y vomitaba, dormía cada vez más. Su frágil cuerpo envía señales cada vez más claras de que algo anda mal. Es 1981 en La Plata y una visita urgente a la guardia deriva en una serie de análisis más precisos que terminan dando el diagnóstico definitivo.
Nació con una enfermedad llamada hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal. A la madre le dicen algo más: su hijo en realidad es una hija. Todo lo que sigue es la historia de prácticas brutales (y habituales para la época) sobre su zona genital. El descubrimiento de un secreto, un tormento que deja una huella imposible de dimensionar. El libro es una joya absoluta, un viaje por su historia personal, un alegato de visibilización para las minorías y las diversidades, pero también una mirada tierna y compasiva para sus padres, sus amigos, sus familiares, que hicieron lo que pudieron.
Cuando le escribí a Cande para preguntarle si tenía algún texto o idea en desarrollo, me respondió con el entusiasmo que ya les describí más arriba. Me contó que había estado enferma, con 40 grados de fiebre, y que había soñado, o delirado, con su mamá. La llamaba a los gritos, en el medio del campo, un llamado visceral.
Leí que estuvo en Madrid y en Barcelona presentando su libro. Antes de partir me dejó este texto.
Espero que les guste.
Entre los dedos gordos de mamá, el termómetro parecía finito como un escarbadiente. Lo sacudía con fuerza antes de ponerlo debajo de mi axila. Sentada en la cama me acariciaba la cabeza mientras sostenía mi brazo para que no aflojara la presión sobre el aparato.
Durante las noches de fiebre la luz del baño permanecía encendida, como un faro en medio de la oscuridad. No encuentro las palabras exactas para poder describir la sensación omnipresente de ese halo de luz, pero mientras escribo este texto me transporto a mi cuarto de niñez, de paredes empapeladas de rosas pequeñas y pisos de pinotea. Y mamá en camisón, entredormida, sosteniendo mi brazo para que no aflojara la presión sobre el aparato.
El día después de la muerte de mi padre, a los doce años, amanecí con cuarenta grados de fiebre y la garganta cerrada. Ante un pico de estrés, las amígdalas se me hinchan como pelotas de ping pong. Recubiertas de una capa blanca (placas de pus) y fiebre altísima, tan alta que deliro; para poder tragar saliva apretaba los dientes y las muelas como si estuviera cerrando una compuerta a presión. En esos días me sumerjo en un trance viscoso, de sueños insoportables. Estoy ausente.
No se si habrá algún estudio científico que compruebe mi teoría: existe un lazo entre la madre, la niñez y la fiebre. Hasta el último suspiro de nuestras vidas, cuando tengamos fiebre vamos a pedir a gritos por nuestra mamá. Que esté, que nos abrace, nos acune, nos tape, nos ponga el termómetro debajo de la axila, nos haga cosquillas en la espalda, nos ralle una manzana. La necesidad imperiosa de volver al útero como casa. Tener fiebre nos pone en un estado de pura indefensión, pero a la vez es la resistencia del cuerpo para combatir la infección.
Dejo la cama para no molestar a Jazmín, que duerme a mi lado. Tengo fiebre y no encuentro ninguna posición. Las amígdalas hinchadas y blancas me impiden tragar, ya sé el diagnóstico, lo conozco de memoria: anginas pultáceas. Me acuesto en el living, en el sofá para invitados. Agarro lo que encuentro para taparme: un buzo, una toalla, las cobijas del sillón. Nada es suficiente. Afuera es verano.
Vivimos en un pueblo minúsculo de menos de mil habitantes. Nos quedamos sin paracetamol e ibuprofeno, una torpeza imperdonable.
Busco en el botiquín por segunda vez con la esperanza de encontrar alguna pastilla, aunque sea vencida. Nada para bajar la fiebre. Como acto reflejo camino los diez pasos que me separan del sofá al altarcito que le armé a mamá poco después de su muerte. El altarcito es un armario en miniatura, viejísimo que me regaló María, una gran amiga. Ese lugar se transformó en el espacio de recuerdo de nuestros muertos y de las personas que amamos. Una de las últimas fotos que tengo con papá, otra con mamá en el mar, otra de la abuela María, otra de la abuela Elsa, otra de Jazmín con sus papás.
En el altarcito también están los santos de yeso que mamá tenía en su cuarto: la Rosa Mística, la virgen del Valle. Todas las semanas prendemos velas para recordarlos.
Esta noche de jueves de verano camino los diez pasos hasta el altarcito y agarro una foto de mamá. Ella está sentada en un sillón de cuerina marrón. Luce un vestido rosado, precioso y los labios pintados de rojo. Mira la cámara y sonríe. ¿A quién le sonríe?
Me acaricio el pecho con su foto, como si ella me estuviera haciendo masajes con Vick Vaporub. Le pido que me ayude. Lloro y miro su foto. En medio del silencio de esta noche de marzo, en este pueblo minúsculo, ni un tero, ni un ladrido de perro. Todos duermen, hasta nuestros perros. Deambulo entre la confusión del delirio febril y la necesidad de que ella me sostenga el brazo mientras me tomo la fiebre. Su ausencia en la casa, en mi vida.
Necesito apoyar mi cabeza en su pecho y que me peine, y quedar suspendida y mirarla a los ojos, mientras le saca el gas a la 7Up. La fiebre huele a 7Up, a transpiración, a novalgina en jarabe, esa melaza azucarada sabor frutilla, a puré de papa, a arroz con manteca y queso. La fiebre huele a casa, a mamá.
Me reincorporo del sofá y grito mamá. Vuelvo a gritar y en el silencio Lima, mi perra galga, se asusta y me lame la cara. Me doy cuenta que estoy gritando mamá y también grito Jazmín. Pero vuelvo a gritar mamá. ¿Cuántas veces? ¿Cuántas veces más?
La llamo como cuando era chica. Vuelvo al cuarto de rosas pequeñas, a la luz tenue y amarillenta del baño, entre el delirio y la indefensión busco en la oscuridad el faro que me lleve a sus brazos. Estoy llegando.
Hasta acá llegamos por hoy. Quizás la semana que viene escriba yo y después otro invitado. Dejo el cafecito para colaboraciones (en este caso, va todo transferido a Cande). Cometí la torpeza de no preguntarle con qué canción cerrar este envío. Estimo que esta canción del Indio Solari le podría gustar.
Nos vemos la próxima.
Gracias por hacernos conocer a Cande a través de tus palabras
Bello conocer a Cande por acá, Diego. ¿Me dirías el nombre de su libro?