Me gustan las chicas que atienden en un lugar al que voy a vender ropa que ya no uso. Son malas, tatuadas. Te atienden con algo parecido al desprecio, siempre les explico algo sobre la ropa que les entrego, que está en buen estado, tiene poco uso, marcas reconocidas, y ellas con una indiferencia que quiere decir “ya sé todo, no me interesa, quiero que te vayas, ya sé que te gusto, a qué hora terminará mi turno en este trabajo de mierda”. Todo con estilo. Quizás sea eso lo que me gusta.
Fui dispuesto a repetir la experiencia, como un adicto al maltrato, o a una relación no recíproca (le copio esta última idea a Maia Debowicz de un texto de La Agenda que tiene (al menos) dos frases brillantes. Habla de Vidas Pasadas, una película que no vi y dice esto: “Song (el director) materializa, en un relato que evita el acento y el tono melodramático, una verdad dolorosa: ninguna relación es realmente recíproca”).
Vuelvo al negocio de ropa. Sucede algo inesperado. La experiencia de enfrentar a la chica mala no se repite porque voy a vender ropa usada y resulta que había que sacar turno, y no hay turnos para ahora, por más que no veo a nadie en el trámite. Finjo indignación y le digo a la chica “Pero ustedes qué se creen que son, la NASA?”. Estoy realmente enojado, aunque no se note.
De repente me sobra media hora que había reservado para este trámite y me falta la plata que pensé que me iba a dar este trámite. Es un desequilibrio que no pensaba enfrentar.
Lo de la NASA lo pensé pero no se lo dije. Era otra categoría de empleada de local de ropa usada. Menos mala, menos tatuada. No obstante, aclaro que no hay correlación entre cantidad de tatuajes y maldad.
Las teorías que elaboro en estos ensayos son volátiles, efímeras. Disparadores eventuales de este ejercicio de escritura. La de los galgos de la semana pasada, por ejemplo. Puedo terminar el año con un galgo en mi casa.
Retomé la conversación con una amiga que me conoció mucho en una época pero que ahora no frecuento tanto. Me preguntó si vivía de la escritura del newsletter, si me alcanzaba como para complementar el laburo en la radio. Me sorprendió su optimismo, que es por un lado una fe absoluta en mi trabajo, de una dimensión que ni siquiera yo tengo, y también un optimismo en la capacidad de contribución de los lectores en este contexto económico nefasto.
Le respondí que para tener un ingreso más o menos digno debería tener unos 500 suscriptores que aportaran 1000 pesos, y que apenas lograba una décima parte de eso, incluyendo a todos los parientes que aportan, que es como cuando uno hace un recital de rock y llena el bar con todos conocidos.
De todas maneras, considero vital el aporte que hacen los que pueden y lo agradezco infinitamente. Lo que hay es lo que hay.
Dicho esto, es una buena oportunidad para dejar los botoncitos para el aporte. Una donación por única vez, a través de los cafecitos o sino un pago mensual de $1.000 o por un importe mayor si elijan ustedes.
Lo último.
Busco a mi hija en el jardín y los tipos que me había cruzado a la ida, cuando la llevé, siguen charlando en el cordón de la vereda, tiene los ojos rojos, están atravesados por la derrota y el dolor. Pienso en las equivalencias, mi hija dos horas en el jardín, haciendo la adaptación, el paso del tiempo, los changos estos, dos horas, la conversación de la fisura, el mismo río en la misma cuadra.
Ahora escribo, como siempre, los viernes a la noche, y todavía tengo el perfume que dejó mi hija en mi, hasta la forma de su cuerpo acurrucado marcada en los brazos. La acabo de transportar desde mi cama hasta su cama, un tipo de trabajo que los padres hacemos con una frecuencia que nadie te avisa en la letra chica.
Ella está a punto de cumplir tres años, es la luz de mis ojos, el amor más grande que he recibido y aún así, hay veces en las que yo estoy mirando el teléfono mientras ella me habla. Son cosas que no se entienden.
Recién leímos un cuento conmovedor, de Oliver Jeffers, un autor del que hablé mucho acá hace algunos años. Otra cosa que no está en la letra chica de la paternidad son los libros infantiles, bonus track total para aquellos que amamos los libros.
El cuento habla del mundo que construyen juntos, un papá y su hija. Son dibujos hermosos, universales, con textos sutiles y preciosos. Tanto adjetivo para no describir ni el 1% de la emoción de compartir ese momento (sí, soy el mismo que recién hablaba del teléfono celular en la mano).
Hay familias que son para adentro y familias que son para afuera. Yo soy para afuera con la parte de mi familia que es para adentro, y soy para adentro con la parte de mi familia que es para afuera.
Aunque esta es simplemente una frase efectiva, digna de José Narosky o del Indio Solari: yo soy para adentro.
Vivir solo cuesta vida ¿Lo dijo Narosky o lo dijo Solari?
Voy en el colectivo rumbo al trabajo y pienso que Sol está en este mismo momento yendo en sentido inverso, a buscar a Beni en la escuela. La busco en los colectivos a ver si la puedo encontrar, es una tarea imposible pero quiero ver si se produce el milagro. Entonces, me acuerdo de una nota de Leila Guerriero, una pieza breve y bellísima, en la que habla de un encuentro casual con su pareja.
Mientras trato de encontrarla, pienso que quizás en este momento en el que estoy abstraído buscando la nota, Sol pasa en sentido contrario, su cara en la ventana.
Hoy no cierro con una canción sino que copio la nota de Leila en El País, que es como toda la música entera.
Dice así:
Buenos Aires es una ciudad hermosa, pero incluso en una ciudad hermosa hay días feos. Era jueves. Los edificios extendían su mármol quieto hacia un cielo que parecía una piscina, pero yo estaba oscura.
Prefería no existir, regresar a la vida en un momento más adecuado. Entonces sucedió algo grandioso. Un milagro de baja intensidad.
Caminaba por el andén del metro, cabizbaja, la angustia bombeando sombras, rodeada por una multitud espesa que caminaba a toda velocidad, cuando vi detenerse ante mí a un hombre hermoso, con su camisa azul hermosa, con su bolso de fotografía colgando del hombro hermoso.
Me miró y me dijo: “Hola, preciosa”. Era el hombre con quien vivo. Regresaba de un trabajo, yo iba rumbo a una entrevista. Después supe que él, en ese momento, recordó lo mismo que yo: el día en que hace muchos años, cuando nos habíamos distanciado brevemente, nos encontramos por casualidad en el cajero automático de una zona de la ciudad a la que no íbamos nunca y, obedeciendo a la gravitación de las cosas, volvimos a estar juntos.
Ahora, décadas después, estábamos nuevamente soldados a la lógica de lo imposible. Supongo que éramos todo un espectáculo: una pareja de más de 50 abrazada, mirándose a los ojos como se mira la gente por primera vez. Nos habíamos visto dos horas antes, volveríamos a vernos en casa en pocas horas más, pero nos abrazamos como desconocidos y nos despedimos con dificultad, como si no fuéramos a reencontrarnos nunca.
No dijimos nada porque no debía decirse nada: era sólo un momento que había que vivir. Estábamos atrapados en un nudo del tiempo. En una broma seria y grandiosa. Ahí estaba el mundo, enviándonos una señal con su fuerza loca y giratoria. No era una señal de amor. Era más enorme. Nos decía: “Se buscan en la multitud, tienen la potencia de los guerreros que descansan, el sabor del fuego y de los refugios”.
Dejamos acá.
Gracias por los mensajes, cualquier duda, consulta o sugerencia pueden escribir a este mail y mi secretario privado me hará llegar el mensaje.
Nos vemos la semana que viene (bueno, les dejo un tema igual).
Casi que me dan ganas de tener un hije
La combinación de emociones perfecta para este domingo.