Estoy de vuelta.
Estuve unos cuantos días mirando el mar. Es poca precisa la definición porque no es el mar y listo, a veces uno mira las olas romper, una y otra vez, pero no es solo eso. Quizás sea que conecta con el niño que fuimos. Yo al menos escuchaba el mar en la noche y decía “este coso no para nunca, cómo puede ser”.
No sé en qué época de mi vida se gestó ese diálogo interno, supongo que a los 4 o 5 años, después uno se queda con la pregunta pero de un modo menos sincero, sin la ingenuidad de lo mágico. Las olas no paran nunca.
Cada vez que voy a Brasil se me activa una memoria primitiva muy fuerte, muy presente los sabores, los olores, el contraste del mar y la guaraná, por poner un ejemplo. La comunidad que eran esas vacaciones eternas, mi familia completa, la de mis primos y mis tíos, que compraron una casa en Florianópolis en los años 80 por el mismo precio que les ofrecían un monoambiente en Mar del Plata. Esa audacia de mi tío Alfredo permitió veranos inolvidables, un tiempo ancestral que se me grabó en el cuore. Yo era el niño protegido, me ponían factor Sundown 8, era clave la leyenda “nao sai na agua”, una postura de bronceador y listo.
Ya pasó todo eso y sin embargo cada vez que voy se me activa un protocolo emotivo que me mueve la estantería
Se mira el mar y aparece todo. No es el mar lo que se mira, es el horizonte, el final del cielo allá lejos, otras veces las nubes y se activa todo ese protocolo climático cada vez más presente, cuando va a llover, cuando cambia el viento, el meteorólogo que ensayamos durante todo el año en el cemento de la ciudad y rendimos la maestría ante la inmensidad del océano.
De grande es otra cosa: para empezar porque tenés que cuidar a los chicos, del sol, del mar, de la arena, de que tomen agua, todo el combo de la reducción de daños. Son pocos los momentos de verdadero disfrute, es como una ventanita que está minimizada y cada tanto aparece. También está el tema del 2x1, cuando uno de la sociedad conyugal se ocupa del combo de hijos para que el otro se relaje, vaya a caminar, lea o simplemente no haga nada más que mirar el mar.
Son pocos los momentos para la pareja, aunque son mis favoritos, sacarle el cuero a alguno que está al lado, con Sol podemos ser filosos, depredadores, letales, ojo con estar ante los ojos de esta dupla, con todo el encanto y la sofisticación que aparentamos, porque te podemos hacer mierda con la gracia más pura. Eso también une a la pareja, son miradas que se cruzan para decir “viste lo que hizo aquel” en el aeropuerto o ya subidos al avión, destellos de empatía conyugal.
Pero son pocos esos momentos entonces todo va más por dentro, aunque esto es una mentira también, porque a mi siempre me va por dentro la deliberación. Por ejemplo cuando miro a la gente que se tatúa el nombre de los hijos, algo que se aprecia mucho en la playa, en torsos y en brazos mayormente, y pienso en las consecuencias de esa decisión, absolutamente entendible, claro que sí. No juzgo el hecho sino la posibilidad de cansarte, no del tatuaje, sino del nombre que elegiste para tu hijo, me explico?
Yo, por ejemplo, tengo un Benito y una Clementina, dos nombres pesados, que si los tuviera que ver escritos en mi piel diría que es mucho, una cosa es la voz, la palabra, y otra cosa es verlo escrito. Y sin embargo la gente va y se lo tatúa sin pensar esta posibilidad de cansarse no del tatuaje sino del nombre que le pusiste a tu propio hijo. Los tatuadores son unos hijos de mil puta, es hora de decirlo de una vez.
Un buen giro para una historia es tatuarte el nombre del hijo y después cambiárselo, no borrarte el tatuaje sino cambiar el DNI y que quede un “Lautaro” ahí estampado. ¿Y quién es Lautaro?, si tu hijo pasó a llamarse Tomás. No sé, algo que pintó escribir.
Cuando me senté a escribir, ya instalado en el microclima de Monserrat en el que me muevo, pensé que se me habían borrado todos los recuerdos del mar, me agarró una angustia muy fuerte. El estímulo en Argentina es permanente, lo primero que vi es un auto que estalla en una estación de GNC. Es una imagen muy poderosa porque el estallido es impactante y sin embargo todos los que están alrededor ni se inmuta, como si la cocaína que llevaba el auto (el detalle no menor que había omitido de la historia) los hubiera protegido, al cabo es un analgésico. Pero siempre me impactan las explosiones, en la noche siempre estoy atento a los ruidos, como los pájaros o los animales que anticipan las catástrofes climáticas, yo en la noche me quedo en vela esperando la explosión que nunca sucede, en este caso la neurosis le gana al instinto.
Otro capítulo es el mar, las olas, la sal, la fuerza, uno deja toda la energía ahí, no queda nada. También esa secuencia infinita de las olas, ya lo hablé antes pero hay una cuestión de fe en el hecho de esperar la ola que viene, la que viene siempre parece que va a ser la mejor. Lo mismo cuando se arma el pozo y tenes algunos tipos 10 metros adelante tuyo con el agua por los tobillos y vos decís, bueno, hay que ir para ahí, es imperativo rumbear pero cuando estás en el medio, el agua al cuello decis “y si este pozo no se termina nunca?”: es una cuestión de fe.
Llegar a casa después de las vacaciones es deprimente, algunos años me pega más que otros. Ahora no teníamos luz, el freezer con algunas milanesas y carne, qué habrá pasado con la cadena de frío. Yo decidí que no estamos para regalar nada, así que me iré sacrificando por mi familia,
Dediqué un día entero a trámites administrativos, renovar algunas suscripciones, me di de baja en El País y al toque me apareció una promoción de 9 dólares para todo el año, es un poco absurdo ese mecanismo que parece que funciona a nivel global, no quiero más tu servicio para después acceder a un descuentito. Lo ultimo de todo es coronar la suscripción haciendo click en unas fotos: “dónde ves una bicicleta?”. Qué carajo es esto. Pero vale la pena suscribirse, buenas notas bien escritas, casi a un nivel que ya no existe. Estando de vacaciones leí una necro buenísima de Piñera, ese estilo tan formal que tienen para escribir quienes tienen la dicha de formar parte del staff de El País. ¿Cómo lo hacen? Todavía admiro a la gente que escribe bien, los ubico en el más alto nivel social.
Gente seria, formada, que valora la experiencia, los que han visto subir y bajar las olas, los que esperan con paciencia una nueva oportunidad. Mis respetos.
Las fotos de esta edición forman parte de un reportaje fotográfico que hizo Jasper Doest para el National Geographic. El tipo estuvo 50 días en Rottumeroog, una isla desierta frente a Holanda. Y también encontró una historia. Me costó traer las fotos desde la web de NG, tuve que hacer capturas. Es decir, son celosos con el choreo, pero tienen razón. Hagan click y lean esa historia.
Así arranca, de a poquito, la temporada 2024 del newsletter. Está difícil la cosa, pero dejo igual para los que quieran aportar económicamente con un pago de manera mensual. Por $1.000 o por un importe mayor si elijan ustedes. O sino por única vez, a través de los cafecitos. Qué se yo, iremos viendo.
Los dejo con la canción del verano para la familia Geddes Musa.
"Un rayo de luz ilumina la habitación,
amance,
no hay nada, nadie,
me arrastro y de nuevo tropiezo.
El camino que veo no es el camino.
Agua, agua, necesito agua.
[...]
A lo lejos, allá,
se ve el mar."
Una parte del poema Pies atados, escrito por Pilar Gutiérrez. Pensé en él leyendo tu entrada. Me entró también el deseo profundo de volver al mar. Hace un tiempo pienso en aquel inmenso cuerpo de agua como origen y destino. Leyendo tu texto imaginé al mar como unos puntos suspensivos entre ese origen y destino.