Me vine a trabajar a un bar porque en mi casa no podía: la construcción de al lado no da tregua. La intención original era poder encontrar un poco de silencio para poder concentrarme y escribir una nota muy larga que tengo que entregar en unos días. Sin embargo, acá estoy, sin poder escribir esa nota, sentado y mirando la nada, con un café quemado a medio tomar y dos medialunas. La concentración no es algo espacial, es decir, algo que aparece en un lugar y desaparece en otro.
Estuve un rato largo con el archivo de word abierto, el de la nota, viendo cómo titilaba el cursor. En mi mente sí estaba escribiendo: las oraciones pasaban y se encadenaban, las ideas encajaban perfecto una atrás de la otra. Pero mis dedos no pescaron todo eso, se perdieron, se desorientaron. Entonces toda esa escritura mental nunca se convirtió en escritura de verdad, en la nota larga que tengo que mandar en unos días.
Para no sentirme tan mal por no escribir me puse a escribir esto otro, que no es una nota, pero es algo. Reemplacé escritura por escritura. Estoy concentrado, finalmente, pero en otra cosa. Que decepción. Siempre cinco para el peso.
Bienvenidos al Diario de la Procrastinación.
Últimamente pienso en que la carrera no es contra el tiempo sino a favor del tiempo: hacer cosas para tener más tiempo para hacer otras cosas (creo que ya lo dije acá). Ya ni siquiera me interesa tanto ganar mucha plata, sino tener más tiempo para: uno, estar al pedo; dos, hacer cosas divertidas; tres, poder leer y dormir más. A veces siento que le gano al sistema cuando encuentro grietas para hacer algo en el momento que debería estar haciendo otra cosa. Uno de esos momentos aparece cuando voy a la psicóloga cada martes.
Tardo 30 minutos en ir y 30 minutos en volver. En esa hora puedo leer y en mi mente le gano al capitalismo esa horita, lo cago, lo engaño o –como decía mi abuela– lo embromo.
Yo debería estar haciendo otra cosa en esos minutos, debería trabajar, adelantar una nota o cualquier otra cosa que se traduzca en algo “productivo”. Pero no, voy leyendo un poquito. Unas páginas de una novela o algunos poemas, depende cuál sea el libro que lleve encima.
Ahí, en ese viaje, avanzo lo que sea que esté leyendo. Si salgo con demasiada anticipación aprovecho a leer unos minutos más en la puerta del edificio donde mi analista tiene su consultorio. Así fue la semana pasada, pero no pude leer en la puerta porque había unas personas más paradas ahí mismo y no me pude concentrar.
Empecé a pensar en las vidas de esas personas, cuáles serían sus trabajos, cuáles serían sus problemas, si tenían familia o pareja, si habían visto la serie de Fito Páez o si lo habían visto a Fito Páez en Vélez el mes pasado, qué estaban haciendo en esa vereda, si esperaban a alguien o si simplemente hacían tiempo –como yo– para tocar el timbre en el horario justo.
Cada vez que me encuentro con alguien en la vereda de ese edificio me pregunto si viene a ver a algún psicólogo. Siempre pienso que sí, que todos somos pacientes de diferentes analistas que tienen en ese lugar sus consultorios. Estoy convencido de que hay muchos consultorios en ese edificio porque es de los pocos que permiten abrir desde arriba, con el portero eléctrico. Eso para los psicólogos es bárbaro y para los pacientes también porque nos ahorramos la incomodidad de subir en el ascensor, en silencio, con el analista o tener que darle la llave al próximo paciente cuando salimos.
La sesión generalmente empieza con un comentario sobre lo que estoy leyendo. Si estoy entusiasmado con la lectura desperdicio varios minutos en eso. Después lo de siempre: los hombres, mi madre, mi abuela, mi trabajo –el orden de los temas puede variar semana a semana–. Pero primero la lectura del día, la del subte, la que uso para estafar al sistema.
Le escuché decir a Alberto Goldenstein que lo importante no es sacar la foto, sino verla. Lo importante es, sobre todo, saber mirar. El consejo me sirve como un consuelo: muchas veces quise sacar una foto, pero simplemente no me animé. Me he sentido mal por haber dejado ir algunas imágenes. Sin embargo, después de escuchar esta idea de que importa más ver la foto que sacarla me digo: ya va a existir el momento para poder capturar eso que vi, ya va a volver a aparecer.
Cuando estudiaba periodismo y me enseñaban a hacer sumarios (propuestas de notas) me decían que siempre había que estar atento, aprender a estar en un estado mental que permitiera ver notas en la calle. Una profesora que tuve dio un consejo similar al de Goldenstein: lo que importa no es hacer la nota sino encontrar la idea. Si el texto después aparece o no depende de un montón de cosas que, a veces, ni siquiera tienen que ver con uno. O a veces sí se escriben esas notas, pero adentro de la cabeza, en la imaginación.
Con estos dos consejos en la mente vuelvo a confirmar lo que venía pensando de que sacar fotos no es muy diferente de escribir: se trata de estar atento, mirar algo, recortarlo y registrarlo. Aunque sea en la imaginación.
En un grupo de WhatsApp alguien comenta una separación y otra persona dice una idea conocida, que no sé quién la pensó primero pero que siempre se repite: ¿uno se separa cuando deja al otro o cuando decide separarse? Todo el grupo de WhatsApp festeja la reflexión.
Yo ya la había escuchado antes, entonces no me sorprendo mucho por la revelación. Sin embargo, le hago una pequeña modificación a la pregunta y me pregunto si uno empieza un duelo cuando pierde algo o cuando sabe que lo va a perder. Todo este rulo de preguntas y lugares comunes apareció no por el grupo de whatsapp sino porque en el congelador de mi heladera tengo un pescado hace meses que inunda de olor mi casa cada vez que abro la puerta del freezer para sacar algo. Lo que pasa es que quiero hacerlo de una manera que lo hacía mi abuela, pero no me acuerdo bien la receta. Tampoco la recuerda a la perfección nadie de mi familia.
Sé que había que hacer rollitos con el pescado y después ponerlos en una cacerola y después sumar perejil picado y un poquito de agua. La idea es que se hagan en una salsa verde. Cuando mi abuela lo hacía, yo llamaba al plato “pescado verde”. Era la única forma en la que comía pescado cuando era chico. Miento, también lo comía en milanesas, pero prefería esta otra variante.
Quise hacer la receta pero no me salió. Se me desarmaron todos los rollitos, la salsa nunca se hizo y me quedé corto de perejil. Un verde triste. Encima se me pegó todo a la olla. Tuve que tirar la comida y después me puse a llorar. Quizás exageré un poco, pero bueno, me di cuenta de que no iba a volver a comer nunca más ese plato. Como los textos que hablan una cosa y quieren decir otra, con el llanto puede pasar lo mismo. Se llora por otra cosa.
Dejamos acá.
Las fotos que ilustran esta edición son de Vivian Maier. Son de la única serie de fotos a color que hizo en su vida y fueron tomadas entre 1975 y 1980. Y el video es una canción de Fabiana Cantilo, una artista que merece una reparación histórica urgente.
Gracias por los comentarios y las recomendaciones en redes. Gracias también a los que ayudan con un aporte en $$$ con el cafecito. Ese aporte no cambia sustancialmente mi economía pero es una forma de compañía y reconocimiento que me hace bien.
Hasta la semana que viene.
No mentiré diciendo que he leído todos tus news, pero las veces que me detengo a leerte quedo agradecida por tus letras, por tu procrastinación y por las reflexiones que dejas en mi cabeza.
Saludos desde Venezuela.
"Últimamente pienso en que la carrera no es contra el tiempo sino a favor del tiempo: hacer cosas para tener más tiempo para hacer otras cosas (creo que ya lo dije acá)." --> Totalmente. Muy buen artículo.