Soy testigo de la evolución de un edificio. Todos los martes voy a terapia y por la ventana de ese consultorio -que es en realidad un monoambiente- veo crecer una torre que construyen cinco o seis muchachos -no muchos más-, con una obstinación envidiable.
Cada dos sesiones, 14 días, suben un piso. Los martes tiran el hormigón y completan la losa. Parece tan fácil todo. Me gustaría hablar siempre de eso.
Lo del hormigón me lo cuenta la psicóloga: hasta recién estaban haciendo un ruido imposible de soportar, ahora todo es calma, dice. Yo la dejo decir, porque ya me lo ha contado otras veces. Un poco para que hable ella, perder el tiempo de la sesión, otro poco porque me gusta conversar sobre el asunto.
Estoy viendo la construcción de una estructura, que después se irá completando con las divisiones internas, los artefactos, la parte eléctrica. Pero también es lindo ver el esqueleto, hormigón y fierros, la base que sostiene todo.
Empezaron el año pasado, algún inversor compró una vieja casa en la que funcionaba una cervecería, después un negocio de comidas por peso y finalmente un último emprendimiento de indumentaria que no funcionó. Un día llegué a terapia y el local estaba tapiado, con un inevitable destino de demolición.
Hay una trama cinematográfica del barrio en el que viven nuestros psicólogos. El momento de la previa, caminar algunas cuadras antes de la llegada, demorar unos minutos a propósito, terminar de trabajar o responder un último mensaje. Y lo que sucede también a la salida, ese sacudón hasta que podemos reacomodar todo -si es que se puede-, volver a la rutina. Esa casa formaba parte de mis pensamientos. De algún modo sigue estando.
Lo que más me gusta es pensar en los caminos que no avanzaron y los que vendrán. Qué fue de aquellos negocios, quiénes vivirán en este nuevo edificio.
Vi ese derrumbe y vi los primeros movimientos de lo que vendría. Es deprimente ver cómo algo se construye y evoluciona mientras uno habla siempre de lo mismo, semana tras semana, los temas eternos.
El tiempo es también uno de mis temas favoritos. El destino, los caminos impensados, la posibilidad de llegar a lugares que uno nunca hubiera imaginado. Me gusta verlo en otras personas también. El ejemplo que tengo más a mano es Paco Amoroso. Hasta hace poco solía verlo por el barrio, comprando comida a horarios improbables, deambulando anónimo por San Telmo y Monserrat, los ojos de un chico temeroso y también violento. Un poco como todos.
Esta foto me hubiera venido bien la semana pasada para
Mi psicóloga se rompió un brazo, ya tuve una sesión en la que apareció vendada y una en la que le pusieron un yeso. Tiene para 5 semanas más. Dos pisos del edificio nuevo. Una calcificación de hueso que se consolida.
Todo mientras yo armo y desarmo mis pensamientos y mis sueños, los temores, las ambiciones, los cambios, la valentía y la cobardía, los protagonistas de mis sesiones, el foco siempre en ellos.
Un edificio que se levanta. Un hueso que se reconstruye. Y yo espectador consciente de todo lo que no puedo desarrollar.
Tuve un momento de lucidez esta semana, quizás como nunca lo vi tan claro. Nada de lo que me ocurra en estos días será tan concluyente como esta sensación que acabo de tener:
Estoy en el gimnasio, martes 10 am, es la primera serie de un ejercicio que me gusta, la máquina que imita el remo. Después de la repetición 10 (no me estoy matando pero sí haciendo algo parecido a un esfuerzo valioso) aparece en mi cabeza la idea con una potencia notable: ¿qué carajo hago acá haciendo fuerza?
Estuve a punto de dejar todo y volver a mi casa. Hubiera sido una derrota evidente y sin embargo me quedé, terminé los ejercicios que tenía planeados. Tampoco fue una victoria. El resto del día me quedó esa pregunta picando: qué hago acá, para qué, qué necesidad tengo, por qué estoy con esta gente que no conozco, escuchando música del horror.
A veces siento que sería más fácil ponerme a mirar como sube un edificio, como se completan ciertos procesos, como van avanzando los que no se hacen preguntas y simplemente van hacia adelante.
Dejamos acá.