Una semana en el service
Té verde, ambición y dejadez. 8 mil millones de huellas digitales (o un poco menos). Cambio de batería y de cuerdas. Una semana más, una semana menos.
Al final, no entiendo bien cómo es la cosa. Si hay que tomarse la vida tranquilo, si hay que vivir cada día como si fuera el último o si hay que planificar nuestras carreras, completar el currículum con actividades y destrezas que hacemos en modo robotizado. Si hay que aprovechar ahora que tenemos 30 o 40 y estamos vitales o si podemos quedarnos mirando la ventana sin hacer nada, total nada importa. No entiendo si tenemos que ser súperheroes poderosos o anónimos felices. Si está bien trabajar tres o cuatro horas por día y el resto lo compartimos con familia y con amigos, o tenemos que satisfacer nuestra pulsión depredadora del éxito y la ambición y la superación. ¿Hay que ser veneno o hay que ser antídoto?
Pensé todo esto mientras veía las fotos del galaxia que sacó el telescopio ese que puso la NASA. Por momento me emocionó la inmensidad y por momento sentía que estaba mirando una mesada, un dibujito de jardín hecho por Benito y sus amigos.
La admiración y la estupidez casi al mismo tiempo. La ingenuidad y el cinismo. Tengo de las dos y depende cómo esté uso una o la otra.
FABRICE COFFRINI / AFP
El lunes estaba en una situación de depresión total, una depresión clásica de la sensación procrastinadora. Tenía muchas cosas qué hacer y fue pasando el día y no hice ninguna de ellas. A las 2 de la tarde, y a las 4, y a las 6, la angustia de sentir que pasaba el día y yo no reaccionaba, pero la culpa estaba ahí. No era que me había ido a jugar al paddle y que se cagara el mundo. Yo era el espectador de mi dejadez.
En un momento decidí ir al café para ver si pasaba algo y no, no pasó nada. Miré un rato por la ventana y nada. Después agarré un libro que yo mismo dejé en la biblioteca del café. Es un libro de cuentos que voy leyendo de a poco, sin demasiada atención, lo abro por la mitad y leo unas páginas. Pero tampoco leí demasiado. Me fui del café con la angustia de que había pasado una hora o capaz más. La procrastinación en otro escenario.
Pero pasó algo bueno. Del café me fui a un lugar nuevo que quería visitar en el barrio. Una galería de arte que también vende té. Yo quería comprar té verde, pero la dueña me invitó a pasar, me mostró diferentes variedades, incluso me enseñó que las hebras se pueden infusionar muchas veces. Es decir, en tiempos de mezquindad total, ella me decía que el producto que me vendía no era descartable, de usar y tirar. Tenía una vida útil mucho más larga de la que yo creía, algo que repercutía directamente en sus ventas y sin embargo me enseñaba eso.
El martes agarré una sartén de hierro con la mano, una distracción inexplicable, como si hubiera desaprendido las nociones de frío y calor. Fue agarrarlo y pensar ¿cómo es que acaba de pasar esto?, como si mi cerebro o quizás mi instinto se hubiera tomado vacaciones.
Pero la experiencia derivó en otra cosa. Un rato después advertí que una parte de las huellas digitales del dedo pulgar y el índice estaban borradas.
Justo ese día había leído que la población mundial iba a llegar a 8 mil millones el 15 de noviembre y yo había pensado en el dibujo de las huellas digitales. Pensé que era imposible que hubiera 8 mil millones de combinaciones diferentes, no hay espacio físico suficiente en un dedo como para dibujar tantas variantes.
Esto lo digo con el mayor de los respetos para Juan Vucetich, seguro que él lo supo en un momento pero lo entiendo, nadie está obligado a declarar en contra de su propio power point.
Yo tengo la certeza de que debe haber 400 o 500 tipos en el mundo que tienen las mismas huellas digitales que las mías.
Corté el encordado. Barracas. Diego Geddes / Agencia DG.
La semana siguió errante. La psicóloga me canceló el turno, eso es bueno para mis finanzas pero malo para mi espíritu. Pero lo peor es que había diagramado toda una movida de horarios para poder cumplir con otras cosas. Dejar el auto en el service, salir rápido para un turno en el oculista.
En la concesionaria me hicieron cambiar la batería del auto. No estaba agotada del todo pero sí cerca de acabarse. Primer dije que no, la desconfianza promedio del argentino ante la posibilidad de estar siendo cagado, pero después me imaginé parado en la peor de las condiciones posibles, con la batería finalmente agotada, diciendo por qué no lo hice antes. La extorsión le ganó a la procrastinación.
El oculista me hizo esperar 45 minutos, lo recuerdo bien porque decidí que un tiempo de un partido de fútbol era suficiente espera.
Todas las parejas tienden a parecerse, a imitar rituales. Salí del oculista y me metí en un par de negocios, decidí hacer lo que haría Sol, revisar unos percheros, comprar algo sin demasiada conciencia ni utilidad, una compra que me liberara de la mala sangre de estos días. Pero uno imita a medias esas costumbres. Uno sigue siendo uno imitando a otro, pero uno. Entonces fue peor, porque no me compré una remera fabulosa para entrenar que costaba 16 mil pesos. El disfraz de otro para ocultarse uno. No tuve la valentía ni la impunidad ni el desparpajo que tiene Sol, solamente le copié la cáscara.
Tendría que haberla comprado, pensé después mientras volvía en el colectivo. Soy un cagón. No me costaba nada pagarla en cuotas, como se compra casi todo en este país, casi todo menos una casa o un auto. Pero el equilibrio mental de la población se mantiene así, en cuotas sin interés. Y las parejas se mantienen, entre muchas otras cosas, por admiración.
Toda la semana tomé el té verde de ese lunes de mierda. Una infusión por día, las hebras cada vez más débiles, mi ánimo cada vez mejor.
Dejamos acá.
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Un abrazo y recuerden que este es un ejercicio de escritura contra la procrastinación. No es una diario íntimo, pero se le parece bastante.
Diego, cada vez que leo uno de tus mails -que disfruto un montón- entro por curiosidad a a ver cuántos cafecitos te mandaron recientemente ("efecto de ese mail", ponele). Me parece fascinante ese impulso de retribución. Casi casi estoy llegando al punto de empezar a mandar. Funciona!
Me encanto. Preguntas que uno se hace y no encuentra respuestas