Un pasacalles inmenso
Están todos en la misma pero hay uno que empieza a tocar la bocina. Otros se suman, siguen a ese que empezó primero (antes no quisieron o no se animaron). También están los que deciden no tocar la bocina. Y de ese grupo, los que no tocan bocina pero putean al aire: “la putísima madre que los parió”. O le agregan un “pero” al principio, que no sé bien cómo explicarlo en términos gramaticales. Sería algo así como un adversativo que se opone a la felicidad de circular: “Pero la putísima madre que los parió”. Funciona. Y eso también es una forma de tocar la bocina.
O también hay gente que va escuchando la radio y ni se entera de que la fila no avanza, escucha la radio y piensa en otra cosa. Los autos están todos esperando y las canciones pasan y este tipo no toca la bocina, no putea, no hace nada. Pero capaz sí está puteando y está hablando solo, diciendo “negros de mierda que cortan la calle” pero en silencio y parece como un monje tibetano.
Todo eso pienso mientras camino y digo: me gusta hablar solo y ahora que uso barbijo hablo solo muy tranquilo. Toco bocina para adentro.
Bienvenidos al Diario de la Procrastinación.
No sé si sirve para algo, pero yo me acuerdo de cómo era la vida sin computadoras. Lo pienso ahora mientras veo un cuadradito de la pantalla en el que canta Noel Gallagher, un cuadradito que ahora naturalizamos como youtube o algún otro reproductor, pero que en el fondo no significa nada.
Mientras veo a Noel Gallagher cantar estoy trabajando. Y pienso que me gusta más trabajar a deshora que en las horas en las que debería trabajar. En mis horas laborales no trabajo, pero después me agarra una hora en la que edito tres notas, abro un Word y tiro unas ideas fabulosas (que después me parecen normales, pero que son punto de partida de algo). La idea de la inspiración, eso que se idealiza como escribir entusiasmado por el vino o por el rayo de la sabiduría nunca sirve para nada más que para empezar. No es poco.
Una vez en un curso de periodismo que dio John Carlin aprendí que hay que poner sobre la mesa todo lo que tengamos. Solo así vemos el material, lo podemos organizar, editar. Visualizar para editar, dijo John. Un rato después, Jon Lee Anderson dijo “este hijo de puta me cagó la charla, es todo lo que tenía para decir”. Carlin se cagó de risa, todos nos reímos, qué genios que son. A la noche los vi comiendo en La Cabrera, yo volvía de tomarme cien cervezas y me parecieron unos forros boludos y los envidié mucho.
Algunas ideas sobre el producto: dos lectores, dos de ustedes, me dijeron que vuelva a ordenar todo día por día. Estoy acostumbrado a que nadie critique, que todos digan genial y ya. Dos lectores con una sugerencia es un pasacalles inmenso. Debería volver. Me gustaría pero no le puedo poner colorcitos a los días.
Gracias a todos los que colaboraron con el cafecito. No sé si lo voy a poner todos los sábados, hoy vuelve a estar acá pero quizás lo saque para la próxima. Lo que sí voy a hacer es distribuirlo con otros proyectos que me gustan (te odio Jorge Drexler). Esta semana mandé unos pesos de ustedes para 8000, otro poco para el Mundial de Escritura. Quise colaborar con Cenital, un producto que me gusta, pero no está la opción de contribución por única vez. Tengo pendiente algunas otras colaboraciones que prometo acá cual político en campaña: el news Pantano, los libros de Carrascosa (la editorial que acaban de crear Fernández Moores, Burgo y Alejandro Wall). Fin de los parroquiales.
Acabo de terminar “Los años del tiburón”, un documental sobre Astor Piazzolla. No sé muy bien qué decir, porque todo lo que se pueda decir sobre “Adiós Nonino” es poco. Un día estaba caminando por Berlin, tenía ventipico de años, estaba solo y feliz por Europa, y un hipppie de la calle con un bandoneón estaba tocando “Adiós Nonino”. Me puse triste enseguida, triste melancólico, me quería tomar un avión, me cagó la tarde. Yo lo puteé en voz baja por temor a que fuera argentino, todavía no entendía que Piazzolla era global.
Lo que cuento es bastante obvio, después lo hizo popular Máxima cuando se casó con el príncipe de Holanda (a ver si me ayudan con el video, en el crédito dice “Astor Piazzolla - Bob Zimmerman; Dylan hizo un arreglo para esa versión?).
Si no quieren ver el video, un gringo tocó “Adiós Nonino” y ella se puso a llorar, un poco porque su papá no había sido autorizado a participar de la boda porque fue ministro de Videla y otro poco porque no se puede escuchar “Adiós Nonino” sin emocionarse (salvo que seas el futuro Rey de Holanda y tengas ese aire de que todo te importa un carajo, como el que va escuchando música en un embotellamiento).
El mito dice que Astor se enteró de la muerte de Nonino (su papá) y se puso a tocar una melodía triste con el bandoneón. Parece falso, por demasiado obvio. A mi me vuelve loco que alguien pueda tocar una secuencia de seis o siete sonidos más o menos normales (tan, ta ra rán, ta ra rán, ta ra ra ra). Lo que dicen es que Piazzolla escuchaba una orquesta y le marcaba al cuarto violonista de la segunda fila de violinistas que la tercera cuerda de su instrumento estaba desafinada. Entonces el juego sería un poco así: hay que conocer el universo (musical) entero para después divertirse con dos palitos.
Esta semana leí “Donde no van las melodías”, de Rodrigo Manigot. Podría definirlo como la biografía que escribe un rockero sobre su banda, pero es mucho más que eso. Es una historia de la persistencia, un canto de redención de uno que fracasó mil veces y finalmente llegó. Una especie de manual de autoayuda para rockeros milennials, si se permite el oxímoron (siempre quise usar la frase para sentirme un Jon Lee, un Carlin), que podría resumirse así: “Vas a tocar mil veces en lugares hediondos, vas a sentir que la vida es una mierda, vas a fracasar una y mil veces. Vas a dejar de tocar la guitarra, vas a trabajar en una oficina horrible, con compañeros horribles. Pero es parte del camino y casi una condición necesaria para que ciertas cosas sucedan”. Me divertí mucho y admiré el talento de Rodrigo para sacarle la ficha a las personas.
Yo si tuviera que dar un curso de perfiles armaría un power point con una sola diapositiva: “Hay que sacarle la ficha a las personas. Gracias por asistir. Fin (Los invito a La Cabrera)”.
Un subgénero favorito: las crónicas de despedida en redes sociales para abuelos, padres, mascotas. Sigo mucho periodistas y escritores, en ese caso los textos son buenos, pero en general me refiero a gente que no escribe tanto, abogados, ingenieros, gasistas y que además pareciera no estar muy acostumbrada a expresar lo que siente (sí, casi siempre hombres hijos de los años 80). La idea del muro como un pizarrón de la intimidad. Leo esos muros completamente fascinado. Muchas veces, con más atención que los libros que lanzan las editoriales de moda.
Nunca fui a un taller de John Carlin ni de Jon Lee Anderson, siempre me quedé en la puerta, finalista, gracias por participar, la próxima vez vamos a contar con vos. Escribí todo lo anterior con el resentimiento como motor. No está bien escribir desde el resentimiento pero a veces se imprime así.
No me salen bien las cartas de presentación, las putas autobiografías que te hacían escribir para calificar a esos concursos. En la Escuela Secundaria nunca me llevé materias, salvo Artes plásticas. En un momento en que la tenía complicada, mi vieja y mi hermana me ayudaron con unos dibujos. Quedaron tan bien que decidí afearlos un poco, para que no se notara la transición. Mi intervención fue tan influyente que volví a desaprobar.
Lo de desparramar toda la información sobre la mesa y ver lo que tenemos para escribir una nota lo aprendí solo y lo uso bastante. Cuando termina el lavarropas hago eso: saco todo lo que haya lavado y veo cuál es la mejor manera de distribuirlo en el tender. El camino se hace así, otra diapositiva para la presentación.
(el chiste es un poco tonto pero la versión es linda).