Monedas de un centavo
Mensajes secretos en una transferencia bancaria. Las vidas que no dejan rastros y el algoritmo que nos toca.
Esta semana, mientras lloraba por la muerte de un compañero de la secundaria, Sol empezaba el trabajo de parto.
A partir de cierta edad pareciera que la vida transcurre entre muertes y nacimientos. Te puede tocar algo así a los 20, pero es más la excepción que la regla. Todavía te sentís joven y de repente empiezan a nacer los hijos de tus amigos o tus hijos, se mueren tus abuelos o tus papás o los papás de tus amigos, o incluso los que fueron jóvenes cuando vos eras joven, es decir, tus contemporáneos, se mueren.
Y la vida va entre eso, nos peleamos en las redes sociales y nos enojamos con algún político como quien le pone vinagre a la lechuga, como para que tenga algo de gracia, pero en el fondo sabemos que no es tan importante. Apenas un colchoncito de confort mientras unos nacen y otros mueren, a veces un poco más duro, otras veces menos hostil. No hay mucho más que eso.
Bienvenidos al Diario de la Procrastinación.
(En Barcelona, llevan a los pacientes de Covid-19 a ver el Mediterráneo. La foto es de AFP y la sacó Lluis Gené).
Tengo la sensación de que vivimos llenando planillas con datos que nadie lee. Justificamos burocracia poniendo detalles innecesarios, como por ejemplo en los motivos de las transferencias bancarias. Información que se junta al pedo, para que después te llegue spam de cualquier cosa, un terreno en Punta del Este o una promo de alimento para mascotas. No me sobran 100 mil dólares ni tengo perro. Pero igual llenamos cada día planillas infinitas con datos que quedan por ahí. Cada país tiene el algoritmo que se merece.
Aun así, tengo la secreta esperanza de que en alguna cueva oscura, algún humano precarizado lee esos datos, por eso cuando le transfiero plata a un amigo, en el motivo pongo “10 grs de falopa” o “gracias por el LSD”, pensando en que quizás lo lee alguien y se divierte, le cambia un poco el día. Y yo pienso en ese que lee y que no sé si existe, una especie de amigo invisible al que le regalo una travesura. Una batalla contra la soledad.
Aunque también podría pasar que ese humano precarizado que lee los datos que vamos dejando sea en realidad un robot de la Unidad de Investigación Financiera o de la División Antinarcóticos que termina allanando mi casa por una transferencia de mil pesos a un amigo. Porque este país siempre te sorprende, está siempre al límite del colapso, casi nada funciona bien pero algunas otras cosas tienen un nivel de perfección que no sabemos muy bien de dónde sale. Muchas veces el desconcierto argentino tiene que ver con eso, conviven pequeños espacios de excelencia con otros enormes espacios que generan desamparo y desolación.
Guiños, conexiones, comunicación, ahí está todo. El otro día caminaba por el microcentro y vi una patente LOS 291. Me quedé un rato largo pensando en que era una especie de llamado bahiense (291 es el código telefónico de mi ciudad natal). Sol me hablaba de su panza y de su hartazgo y yo pensaba en los números y las comunidades. Iba con Sol y con Benito, pero también iba solo.
De esa caminata también me quedé pensando en el futuro del microcentro, un lugar que ya no existe más, al menos de la forma en que lo conocimos ahora. Esta nota de Martín Rodríguez dijo casi todo lo que hubiera querido decir. Esa tarde vislumbré la ciudad de Buenos Aires de acá a 20 años, la Buenos Aires que van a caminar nuestros hijos (en los formularios escribo CABA pero cuando la digo y la pienso siempre digo Buenos Aires).
El microcentro abandonado y rescatado, de moda nuevamente. Yo quisiera quedarme siempre ahí, durante el abandono y en el futuro apogeo, nunca irme. Los espero tomando un café en la Plaza San Martín. Voy a ser ese viejito que espera.
Los primeros días de la nueva paternidad me sorprenden. Había olvidado que te convertís en un ayudante full time y que tu nombre ya no es Diego sino “Alcanzame” o “Traeme”, pero la gratitud hacia Sol es tan grande y eterna que la sensación es que estás pagando esa cuenta del restaurante Don Julio que se viralizó con monedas de un centavo.
El mensaje me llegó a través de un compañero de la secundaria, uno de los pocos con los que todavía mantengo contacto. Se murió el Perro, tenía covid, no sé mucho más.
Desde entonces busqué información en los avisos fúnebres de Bahía y también en los del pueblo de su familia. Busqué en sus contactos en las redes sociales, busqué con su apellido y con el de su familia materna, pero no hay rastros de su vida. Me desespera no saber qué pasó con él y a la vez me entristece ratificar la sospecha de que el Perro se hundió en el agujero de la depresión y la locura, un destino que estaba ahí para él, escrito y sabido por todos nosotros, como si esas caminatas solitarias que hacía fueran parte de un camino que ya estaba recorriendo. Una máquina de mirar.
El Perro fue mi compañero de banco durante varios años, una de las personas más inteligentes que conocí. Tenía la inteligencia que sirve, no la de ser el mejor de la clase sino la de entender todo por el camino paralelo. Esto no lo digo ahora porque está muerto y busco escribir un homenaje que igual nadie leería.
Siempre tuvo esa genialidad al servicio de la nada. Una vez inventó un método para copiarse de mí en una prueba de contabilidad. El no tenía el mínimo interés en aprender la burocracia de los asientos contables, algo que yo resolvía con cierta facilidad. El Perro ideó una especie de plan perfecto sobre todo para derrotar a una profesora que se jactaba de que era imposible copiarse con ella.
Inventó un lenguaje paralelo que se escribía en la calculadora científica, un lenguaje que yo tuve que aprender para formar parte del plan. Fue como robar el Banco Río, y todavía recuerdo la satisfacción de su cara cuando la profesora nos citó y nos dijo “ustedes se copiaron, pero no sé cómo lo hicieron”.
En su instagram quedaron algunas fotos extrañas, sin mucha interacción. Fotos de baches en el asfalto, algunos juegos con la imagen (la calle España a la altura del nro 82 o la calle Brasil al 14; esto capaz es difícil de entender para los porteños, pero en Bahía el cartelito ovalado con el número de la calle tiene abajo el nombre de la calle; fue de las primeras diferencias que me llamaron la atención cuando me vine a vivir a Buenos Aires).
Le conté la noticia a otro amigo que vive en España y que también fue su amigo. Sus audios me devuelven alguna pista, que había estado medio chalao, que lo había afectado la muerte de su padre. El Perro vivió algunos años felices en la infancia pero caminaba hacia su destino.
En sus redes sociales veo pocas interacciones, una prueba más de su fracaso social. Seguía a muchas modelos rusas que le devolvían algún comentario, una falsa sensación de compañía. Cualquiera que vea su perfil y que incluso saque alguna conclusión apresurada podría encasillarlo mal, un pajero solitario, un loquito. Pero la vida es un poco más compleja, el Perro terminó cayendo en un bache que quizás lo estuvo esperando siempre, un bache que tenía su nombre y su año, el covid fue solo una circunstancia. Me entristece pensar en la soledad en la que vivió, en su vida sin rastros, en las oportunidades de unos y de otros. Yo no quiero volverme tan solo.
La muerte de Maradona parece la de esos seres queridos que se van dejando una imagen triste. El ejemplo más cercano que tengo es la cara amarilla de mi vieja, la piel transparente comida por el cáncer. En el video que hizo Infobae (me parece un poco mucho llamarlo documental) se ve el modo miserable en que lo trataba su entorno, esa palabra que siempre usamos para definir a los que rodearon a Maradona. El entorno era un grupo de personas que querían al tipo del poster pero que odiaban al viejo que tenían en la pieza. Esta nota de Becerra es maravillosa.
Pero como contrapartida, en el caso Maradona también aparece un archivo hermoso, testimonios que no son los goles que vimos todos, sino microhistorias del Maradona más humano, un tipo con una sensibilidad increíble.
Cuando escribí sobre la muerte de mi vieja, también hablé del accidente de Chapecoense.
Esta semana se volvió a hablar del tema, porque Edwin Tumiri (uno de los seis sobrevivientes del accidente aéreo que tuvo 71 muertos) volvió a zafar. Esta vez iba en un colectivo que cayó por un barranco. Murieron 21 personas y Edwin quedó de este lado, otra vez para contarlo. ¿Qué pasó por tu cabeza, querido Edwin, mientras el colectivo empezó a caer barranca abajo? ¿Qué pasó con tu cuerpo mientras caías, otra vez la inercia sacudiendo tu cuello y tus brazos rebotando contra los fierros retorcidos? Edwin Tumiri, tu nombre me acompaña.
Presenciar un parto es un dispositivo sociológico de igualdad. Pero no es que la igualdad tiene que ver con que los hombres dejaron de esperar en el pasillo mientras todo ocurre, sino que el dispositivo viene a decirnos algo así como “vea señor, sus nueve horas diarias en la oficina no son nada al lado de esto, vea la cabecita de su hija salir por ahí, vaya con su hija nuevita que se la pesamos, vea que esos tres kilos y medio salieron de su mujer, vea y grabe para la próxima vez que quiera quejarse, vaya a juntar moneditas de un centavo que la cuenta es enorme”.
Dejamos acá, parece que se los digo a ustedes pero en realidad es para mí.
Gracias por la lectura y la compañía. Por los mensajes, los comentarios y los que se pagan unos cafecitos. Nos vemos la próxima.
Tu manera de escribir es simplemente hermosa. Es un gran momento, los sábados a la mañana, temprano y con unos mates, sentarme a leer tu diario. No lo dejes! Gracias!!
La rutina de los sábados con tu diario siempre es mejor.