Estoy desgrasando un trozo de carne de cerdo para hacer milanesas y tengo la revelación: me encanta esta tarea, hacerla con un cuchillo afilado. Me encanta estar tan enfocado y ser tan preciso, tener la obsesión de que me salga perfecto. Siento una satisfacción que no me viene casi nunca, el tipo de satisfacción que dan las obsesiones por hacer algo bien. Pero como yo no tengo obsesiones, nada me genera este subidón de entusiasmo que tengo ahora, martes dos de la tarde, una bandeja de pan rallado, otra de harina, dos carré de cerdo para filetear y sentir que el trabajo manual es una especie de terapia que mata todo.
Creo que todo sale bien por el cuchillo, controlo la fuerza del corte para que trabaje entre los músculos de la carne, facilita la tarea y entonces no hay claudicación. Pienso también en la importancia de una tarea manual para limpiar los pensamientos, esa radio interna que te liquida, estar todo el tiempo en modo diálogo y casi nunca en modo neutro. Aunque hay una especie de asociación de ideas que sigue funcionando y enseguida la tentación de la metáfora.
Despostar la carne es como escribir, separar los trozos, fluye cuando sale bien, pero es una tentación absurda que tenemos los que escribimos, creemos que todo se parece a escribir, y en realidad nada se parece a escribir. Una cosa es correr y vencer las dificultades, la tentación del abandono, y otra cosa es escribir. Una cosa es nadar y pensar en la próxima brazada, respirar, un ritmo, la fluidez, y otra cosas es escribir
Y además es mucho más útil preparar dos kilos de milanesas para tu familia.
Mi vieja ya no figura en el padrón electoral. Una de las últimas cosas que hizo antes de la rendición total fue ir a votar en las primarias de 2019. No llegó a votar en las generales. Ahora se me ocurrió buscar si seguía apareciendo pero no. Sus obligaciones terminaron.
Otras tareas que tengo pendientes
Nadar
Correr. Que en realidad es (volver a) correr.
Leer “El año del pensamiento mágico”.
Escribir unas ideas sobre el caminar como actividad universal. (Empecé un libro que quería leer hace mucho, “Del caminar sobre hielo”, de Werner Herzog, pero no logré engancharme. El problema soy yo).
Jugar al pádel.
Comer en El Preferido.
Leer “Poeta chileno”.
Comprarme un whisky japonés. Hibiki o Nikka.
Cambiar el auto.
Comer los ñoquis de Caseros.
Ordenar. Que en realidad es ordenar(me).
Todas las semanas lo mismo. Llega el viernes y pienso que va todo muy rápido, que el lunes porque es lunes, el martes con las cosas del martes, el miércoles ni fu ni fa, ya es jueves que bueno que es jueves, los viernes escribir, el sábado leer lo que me escriben, el domingo es domingo. ¿Y al final cómo es? Todo avanza pero es siempre lo mismo. Uno no se puede quejar porque los hijos más o menos van bien, la guita de los laburos entra, la calefacción funciona fenómeno, pero igual el malestar crece: ¿Cuándo me va a tocar a mí?
Estuve con un bloqueo de lectura. No sé bien cuando empezó: ¿Hace un mes? ¿Hace dos? Todo lo que no me sale tiene que ver con eso. Escribo mal, descanso mal, duermo mal, me distraigo mal.
La lectura es muy importante, pero no de la manera en que lo es para algunos. No me importa terminar libros, sino sentir que estoy atrapado por algo. Pasar las páginas por ganas y no por obligación.
Después está todo lo otro que leemos: kilómetros de chats, textos de las redes, obituarios de mascotas, diarios de tratamientos del cáncer, historias del primer mundo, historias de por acá. La guerra, el calor, el hambre, las huelgas, la ficción, las películas. Lo que decimos “che, esto está buenísimo” y en realidad lo leímos scroleando a pulgarazos. Debe pasar con este newsletter, yo también lo hago. Che que bueno está esto y pasan los párrafos como catarata. Que manera de estar apurado al pedo.
Esta semana recibí el libro que escribió una amiga y me destrabó el bloqueo. Lo empecé el miércoles a las 12 y media de la noche, a las dos y 20 de la mañana lo dejé por la página 90 porque dije bueno, ok, mañana tendría que estar más o menos despierto para hacer la vida de todos los días, aunque si me preguntabas en ese momento yo tenía ganas de que se fuera todo a la mierda y leer hasta el final.
En el párrafo anterior escribí 12 y media y dos y 20. Debería unificar el criterio pero me interesa también dejarlo así, como salió, y remarcar la diferencia para que se entienda el nivel de distracción y atención que manejo.
Sigo.
Compartí algunos años de trabajo con Cande, la autora del libro que cité antes de la digresión de la hora. Nos sentábamos casi juntos, en el corazón de la redacción de Clarín, yo ya instalado en la sección, una firma de relativo prestigio, ella una recién llegada pero con una gran proyección.
Fuimos buenos compañeros, incluso en una época salíamos de noche a emborracharnos, una época que no logro contextualizar demasiado. ¿Yo que hacía?, ¿Ya estaba de novio con Sol? ¿Con qué otros amigos andaba?
No es el tema que quiero profundizar ahora, lo que quiero contar es que leo su libro y me doy cuenta de que no sabía su historia personal, el sufrimiento que había tenido en su vida, las operaciones por las que pasó, el dolor de una infancia y una adolescencia marcada a fuego.
En esta nota, Gisele, otra amiga de esa época de Clarín, cuenta mejor todo lo que yo no estoy contando.
Cuando nació lo anotaron como Esteban. Hasta que descubrieron que una enfermedad había alterado sus genitales y que era una niña con un clítoris más grande de lo usual al que habían confundido con un pene. Lo llamaron “malformación” y la sometieron a una serie de cirugías que la OMS ya considera una forma de tortura contra las infancias. Esta es la historia de Candelaria Schamun, este es el fin del secreto familiar.
Leo su libro y ahora pienso. Todo esto pasó mientras compartíamos el tiempo. Todas las personas somos muchas cosas, lo que se ve es un apenas. Por adentro corre un río poderoso. Y no es que haga falta tener una historia como la de Cande. Yo creo que todos tenemos ese río adentro.
Por cierto, Cande era un huracán por fuera. Una noche salimos y terminamos en un bar por la zona del Abasto, creo que apareció una rata y la cagamos a patadas mientras nos reíamos y exorcizábamos vaya uno a saber qué.
Yo también creo que quería sacar un fuego, un huracán, algo de adentro que cada tanto me aparece. Algo que me da miedo mostrar pero los que me conocen saben que está.
¿Al final cómo es? El río adentro, la rutina, los bloqueos, las tareas manuales. Eso quiero saber. ¿Al final cómo es?
Esta semana dije por teléfono, con vehemencia: “Loco, creo que me están cagando”. Me sentí bien pero también sentí que estaba impostando algo. ¿El río de quién es?
Pero acá estamos, unas líneas para calentar la mano, una acción terapéutica, casi un programa de autoayuda. Lo de siempre, un ejercicio de escritura para combatir la procrastinación.
Dejamos acá.
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Las fotos que ilustran esta edición son de Wimbledon 2023.
Nos vemos la semana que viene.
Ahora quiero un cuchillo afilado y engancharme con un libro sin darme cuenta que pasan las horas
Aterrizando en tu newsletter por primera vez. Qué bonito fue leerte. Gracias por el río y su corriente. Espero que vuelvas y espero volver.