Baldosa floja
Algunos ejercicios de escritura. La paternidad por segunda vez, la paradoja de la sorpresa. Dilemas del campeón sudamericano del cálculo aproximado de la hora.
A Clementina le picó un mosquito en la muñeca derecha. Estoy todo el día mirando la picadura, una especie de roncha rosa y puntuda con una forma muy particular que recuerdo especialmente. No sé si rascarla o no, mi hija es todavía un muñeco indefenso que no se puede proteger de los mosquitos ni tampoco puede decir si le pica o solicitar ayuda para el rascado. Es un muñeco que recibe estímulos y reacciona. Ella no parece molesta pero me obsesiona el tema de la picadura.
Los mosquitos suelen tener piedad con los bebés pero hasta cierto punto. Digamos que el fair play dura hasta el cuarto o quinto mes. A partir de ahí pueden atacar sin piedad, no hay una instancia en el cerebro del mosquito que diga: ok, es un bebé, me estoy sarpando, voy a atacar a al muñeco indefenso.
Tengo la certeza de que voy a recordar esta primera picadura de Clementina toda la vida, y al mismo tiempo sé que las cosas con los hijos se viven así: con una intensidad total, porque sé también que esas cosas se olvidan. Quizás en un año ya no registre el tema y la prueba de eso es que ya no recuerdo muchas cosas que viví con Benito y que creía vitales, definitivas.
La paradoja es que todo resulta inolvidable en el presente, en el momento en que sucede, y a la vez todo (o casi todo) termina siendo olvidado. O reemplazado por otro presente inolvidable.
No sé si es paradoja, pero esa certeza que creo imborrable es también una idea ambigua, un recuerdo que se vive con intensidad pero que también puede ser la foto que se borra de Volver al Futuro. Y en el segundo hijo eso se pone a prueba porque uno duda de lo que está viviendo. La construcción de la personalidad de los hijos segundos quizás se empieza a construir ahí, en esa falsa idea de seguridad y originalidad.
Ya lo expliqué demasiado y no sé si logro explicarlo. Para eso también sirve este diario. Una aproximación a las ideas sobre la paternidad (y todo lo demás), porque lo que sucede en esos vínculos es así. Revisión constante.
Bienvenidos al Diario de la Procrastinación.
ANGELA WEISS / AFP
Caminé por el barrio y pisé una baldosa floja. En los días de lluvia, el efecto inmediato de esa acción es una catapulta de agua que impacta directamente en el pie contrario al que ejerció la presión sobre la baldosa.
Viví 18 años en Bahía Blanca y voy casi 23 en Buenos Aires. Sin embargo en Bahía Blanca yo podía caminar las cuadras de mi barrio y saber en donde estaban ubicadas las baldosas flojas. Acá no me sale.
Pero no encuentro una razón para explicar eso. El barrio en el que vivo hace más de 10 años es relativamente chico, camino todas sus cuadras a diario, conozco varios secretos que no aparecen en las guías de turismo. Sin embargo, a las baldosas flojas no logro identificarlas.
Esta semana me llamó la atención un edificio que está en Chile y Bernardo de Irigoyen y particularmente estuve viendo la firma de los constructores. J.A. Sangiacomo y Fottis Kipreos, estampada en la fachada.
No hay mucha información sobre ellos, me gusta cuando eso sucede, cuando Google no tiene la respuesta, porque es la prueba de que es falible, su finitud se vuelve concreta.
Después está la voluntad para buscar un poco más, o también la imaginación. ¿Qué podemos pensar de esa sociedad, un tano y un griego construyendo en la avenida 9 de Julio, hace casi 100 años?
Otro cartel que vi en estos días es el de Jorge Hallet Marshall, en la parte superior de un buzón. Me encontré apoyado en un buzón y me sorprendió el gesto, ya casi no quedan buzones en la ciudad y sin embargo me acodé en uno y me puse a charlar con alguien que me había encontrado en la calle. Las dos situaciones son en cierto punto difíciles de encontrar, los buzones y algún conocido en la calle.
En la esquina de mi casa natal, Alvarado y Casanova, también había un buzón pero muy diferente a este. El de acá era rojo, el de Bahía azul. El de acá era plano en la parte superior, el de Bahía terminaba en una especie de esfera, como si tuviera un globo terráqueo en lo más alto. Era una suerte de montura que usábamos para subirnos al buzón y jugar ahí arriba.
Lo que tiene el barrio es que no conozco a la gente. Los barrios en Buenos Aires son más una entidad edilicia que un entramado social. Son ideas absurdas que tipeo sin demasiado sustento, pero afianzadas en ideas concretas que me acompañan siempre. Acá los barrios son espacios de transición hacia otros barrios: tanto en la rutina cotidiana como en una rutina de ascenso social. Esto también es una idea absurda sin demasiada prueba pero que en el fondo podría tener algún asidero.
Vuelvo a la escena inicial: llueve y el pie se dirige al conjunto de baldosas flojas. Uno elige la pisada un poco por intuición, por una firmeza que se puede adivinar, pero es casi como una trampa para el ratón. La que está firme es la que no hay que pisar. Es la que esconde el agua que terminará mojando al otro pie. Hay un momento exacto en el que el caminante se da cuenta del error, pero el agua aún no salió disparada.
La certeza de que se va a mojar y también un momento posterior de duda, quizás pisé bien, quizás no me voy a mojar. Pero ese optimismo es interrumpido por el shock de agua fría que moja la zapatilla y la media y a partir de ahí una duda vital que se me instala: esto en Bahía no me hubiera pasado. ¿Hago bien en vivir acá?
Un don que me acompaña: siempre sé qué hora es. A veces veo el teléfono arriba de la mesa y digo “18.22” y cuando toco la pantalla aparece el número como si fuera mago “18.22”. Podría decir que soy campeón sudamericano del cálculo aproximado de la hora. En un viaje de periodistas a Colombia se armó un desafío en una sobremesa.
Yo por decir algo dije que tenía ese don y los colegas de otros países me dijeron que exageraba, que era imposible. Yo creo que tenían envidia, proyectaban en mí una especie de odio por costumbre a los argentinos, y quizás mi actitud no contribuía a atenuar ese mito. Yo no decía nada, trataba de desaparecer pero esa ausencia agigantaba la soberbia. O me imaginé todas las consecuencias.
Pero la verdad es que yo tenía razón con eso de adivinar las horas y lo ratifiqué al día siguiente, cuando me tomaron una especie de examen mientras tapaban cualquier reloj que aparecía por ahí.
En particular se puso pesado un ecuatoriano, que me preguntaba la hora cada dos minutos. La paradoja, ahora sí concreta, es que cuanto más seguido me preguntaba más fácil se me hacía acertar. ¿Qué hora es ahora? 18.21. ¿Y ahora, qué hora es? 18.22.
En un momento se puso pesado, ya no podía separarme de él, pero mi fastidio generaba el efecto inverso: al ecuatoriano le daba más bronca mi soberbia y yo no podía hacer otra cosa que acertar, porque no iba a traicionar mi don de campeón sudamericano de cálculo aproximado de la hora.
Al otro día, en el aeropuerto, el ecuatoriano me pidió perdón y me reconoció que se había extralimitado con las demandas. Yo le dije que no se hiciera problema, que igual siempre iba a poder contar conmigo para saber la hora. Fue un chiste, pero no se lo tomó muy bien. Al final me fui con la idea de que es muy difícil luchar contra las ideas preestablecidas.
El sábado llevé a Beni a fútbol pero llegamos una hora antes, a las 9 en lugar de las 10. Fue una situación desconcertante, jamás me había pasado algo así. Llegué apurado, porque pensé que llegábamos tarde, pero el portón estaba cerrado.
Ese fallo me hizo sentir inseguro, como si un mecanismo interno hubiera fallado. Benito me preguntó qué pasaba y yo le dije la verdad, que me había equivocado, pero no quise que percibiera ese pequeño desastre interno que estaba viviendo.
¿Cómo es que me había pasado una cosa así? Fuimos a un café y esperamos hasta la hora del comienzo de la clase. Yo tomé un café, Beni vio unos dibujitos en el celular. Hicimos que pasara el tiempo sin hacer casi nada. Esperamos sin hablar, en silencio. Fue un momento espectacular, como desfasado del tiempo. Yo leyendo un diario en papel, Beni en un proceso interno, asimilando la falla del padre. Un presente inolvidable. Sorpresa y resignación. Como pisar baldosa floja.
Gracias por leer cada semana. Nunca entiendo bien los mecanismos de propagación de este newsletter, pero esta semana se sumaron más de 200 lectores. De entrada pido perdón, porque cuando pasa eso me cago en los pantalones y digo, carajo, 200 nuevas personas para defraudar. Pero a las semanas ya me olvido y sigo como si nada, ya no me importa si abren el correo, si le dan click a los videos. Esto lo defiendo a muerte, me cago en las métricas y en lo que debiera ser de acuerdo al interés de los lectores. Perdón pero es así. La construcción de una identidad tiene que ser así, aún con las partes menos populares. Ya estoy para armar otro newsletter con esta idea que se empieza a enredar, pero dejamos acá.
Gracias de nuevo por la lectura, los cafecitos, y los comentarios y recomendaciones en redes sociales (soy @diegogeddes en TW y en Instagram).
Nos vemos la semana que viene.
Excelente Baldosa floja. Todo un tratado de filosofía.